Lo bello de lo ocurrido, que ha obligado a desalojar durante unos días las granjas situadas cerca de las orillas de Eyjafjallasandur (una de la zonas rurales del sur de Islandia con la gama de verde más impresionante que mis retinas han visto en vida), es presenciar vía satélite esos borbotones de lava sobre el sustrato de cenizas de un volcán, a escasos metros del hielo permanente de un glaciar. Una escena que, a pesar que se puede encontrar en otros rincones del mundo, en la isla secreta retoma aún más relevancia, gracias a los 1.001 paisajes diferentes que depara la isla, archiconocida por su carácter sísmico e impredecible.
Sin lugar a dudas, la presencia de volcanes, lava, glaciares y mucha agua en forma de ríos y estuarios, ayuda a comprender mejor el valor biológico y naturalístico de este país. Por dicha razón, me ha alegrado que de nuevo (la última vez fue en el 2004) sea Islandia noticia en la prensa local y mundial por su carácter volcánico, en el mejor sentido de la palabra.
Somos muchos los que pasamos por la isla y lo más que llegamos a ver es el abrupto del agua provocada por la fuerza de géiser, o la mirada turbulenta de una catarata como Dettifoss. Pero de los volcanes, por suerte por nuestra seguridad, sólo llegamos a ver el surco de la lava perpetuada por el paso de los años o el área de acción, teñida de negro (cuanto más negra, más reciente la erupción), de un volcán que causó estragos años atrás y que ahora hiberna hasta dar nuevas señales de vida.
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