La primera impresión al llegar a la capital es eso, que aunque sea por primera vez (quizá Akureyri al norte comparta dichos galones), uno tiene la sensación de estar llegando a una ciudad de tamaño considerable (para la escala islandesa, se entiende). Otra de las sensaciones que me invaden es que es una ciudad blanca, cuando el sol brilla con un cielo azul despampanante, y siempre porteña; el puerto, centro de la actividad pesquera a la cual se dedica parte de la población, mantienen su peso estratégico en los confines del barrio céntrico y comercial que discurre por las calles Austur-straeti Bankastr. y Laugavegur.
Es hija de la luna, porque aunque "congelada" buena parte del año, vive intensamente una vida nocturna que no sólo atrae a gente local, sino también a ingleses o americanos, que fletan charters para pasar un fin de semana loco. El film "101 Reykjavík" (Baltasar Kormákur, 2000), en honor del distrito 101 donde cohabitan la mayoría de locales nocturnos, da buena fe de ello.
Una vez allí me dirijo a pie hacia la zona de aeropuerto local, en Óskjuhlíd, cerca del Perlan-The Pearl, uno de los restaurantes de más categoría de la ciudad, aunque enmarcado en un entorno arquitectónico megalómeno propio de centro de convenciones. Me dirijo a esa zona, tras visitar la Hallgrimskirkja, iglesia de origen luterano finalizada en la década de los ochenta y que lleva el nombre del poeta islandés Hallgrímur Pétursson. Es uno de los edificios más altos de Islandia, y su corte moderno (la mayoría de iglesias de la isla son realmente modernas) la convierte en uno de los referentes arquitectónicos de la capital. Y es que a diferencia de otras capitales nórdicas, como Helsinki, la arquitectura no es uno de los fuertes de esta ciudad.
Después de 6 km (ese día recorrí un total de 21 km a pie, cargando con la bici al lado) llego a Nauthólsvík, la conocida como la "playa de Reykjavík". Es una zona concurrida cuando el clima es dócil, que permite el recreo infantil y adulto (incluso en épocas no estivales) gracias a la presencia de piscinas termales en un especie de mini-bahía artificial. La zona es limítrofe con un cementerio y un aeropuerto, forma parte de la promenade que discurre por toda la costa y hasta el otro extremo de la ciudad, pasando por el puerto, y finaliza a unos 15-20 km de allí en Laugarnes. Buen lugar para el jogging i ciclismo urbano.
También la ilusión por el sol -poco cálido aún siendo finales de agosto- sobre una tumbona de madera, escultural y sobredimensionada, me transmiten esa sensación de deja-vú propia de aquellos que quieren vivir experiencias en entornos donde no "tocan", a toda costa por y para cosas que no fluyen.
Ahh..., por cierto, feliz navidad!
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