Sólo las pocas granjas que se ven a orillas del agua rompen con la tónica imperante: naturaleza helada, corrientes marinas dibujadas en el agua, caminos pedregosos en subida (el puerto tiene unos 12 km) y para mi sorpresa, tierra rojiza (arcilla, azufre...) a partir de final de la subida y hasta las cataratas de Dynjandi, tramo que realizo prácticamente al anochecer con un descenso algo suicida que se ve reparado al descubrir ese grupito de tiendas acampadas de Dynjandi, un espacio verde de libre acampada (con baños y agua corriente; aportación económica voluntaria).
Dynjandi no es de las cataratas más conocidas ni visitadas de la isla, pero como muestran las imágenes es un catarata imponente, no por su altura, sino por su anchura. Un lugar de resortes algo espirituales, y una noche acampado cerca de otros humanos, en el que el ruido del agua en caída libre depara los mejores sueños.
Al día siguiente sigo hasta Pingeyri pasando por el alto de Hrafnseyrarheidi, coronado por un pequeño refugio minúsculo, tras subir unos 8 km desde Audkúla y después todo bajada hasta Pingeyri, que a primera vista parece ser el pueblo más grande de los visitados desde la llegada a Patrekfjördur dos días antes.
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